Javier Aguirre es uno de nuestros directores más peculiares e inclasificables. Nadie negará que un hombre capaz de dirigir Parchís o Los Bravos mientras escribe tratados de cine experimental —Anticine— o dirige documentales de investigación sociológica y formal con cámara oculta en la madrileña Puerta del Sol no es digno de todo nuestro respeto. y admiración Aguirre se excusó alegando que, como aficionado al cine, le interesa todo, hasta lo más pequeño y artesanal, y que el camino de la experimentación sólo es posible en el fondo, como una película de guerrillas rodada casi a escondidas y a veces muerta. , al menos en España en ese momento. El cine comercial servía como vía de escape, fuente puramente nutritiva que se facturaba con profesionalidad y honestidad, tratando siempre de entretener al público y complacer al obligado productor sin dejarse llevar demasiado por sus impulsos autorales. Dejó una obra vasta, desigual, muy desequilibrada y francamente interesante, en la que destacan las películas que realizó con su mujer Esperanza Roy, especialmente Carne Palaeada (1978) y Vida Perra (1982), cuya radicalidad y audacia siguen siendo envidiables. El autor de este libro es también un entusiasta seguidor de Boys with Girls (1967), Rising Leg, Falling Skirt (1970), The Murderer Is Among Thirteen (1973), Morgue Rooster (1973), The Parchís Madness (1982). ) o la no contada En busca del huevo perdido (1982), entre otras. Sí, estas fueron quizás algunas de sus películas más exitosas. A continuación hablaré de uno de los peores.
El mejor regalo cae directamente y sin duda en la bolsa de películas con niños. Un subgénero infame, muy difundido en esta sección por estas cuestiones de la vida, y que, salvo rarísimas excepciones, no reportó más que miseria, repulsión y quebradero de cabeza a su público. Hablo de esas películas en las que aparece una estrella infantil o pubescente, nunca mayor de dieciséis años, es decir, una estrella sin género; o más bien asexuado para el público, arrojado al ruedo audiovisual por la villanía de una madre temeraria (imagínense una versión canina de Anna Magnani de Bellísima —Bellissima. Visconti, 1951— y estremezcan) que tuvo la suerte de despertar. el interés y el sueño de cuentas -verdes en ese momento- de productores sin escrúpulos que se encargaron de obligar a un pobre hombre a hacer una pequeña película de humor blanco en menos de un mes y en las peores condiciones. El producto resultante, casi siempre descabellado y hasta divertido por las prisas, fue luego a los cines comerciales y funcionó a las mil maravillas porque los niños querían ver a otros niños (como ellos, pero más guapos y talentosos, con su ternura y sus novelas) en a la pantalla grande y a algunos padres les hizo gracia que sus hijos tengan ídolos cerca de ellos que son limpios, amables y transmiten valores positivos. Es curioso que este tipo de cine no cayó con la dictadura, pero lo cierto es que sus mejores películas las produjo cuando logró romper con el férreo corsé moral de aquellos años y por qué no también con la caduca herencia. neorrealismo italiano. Directores como Antonio Mercero, Lluis Llosep Comerón, Manuel Esteba, Luis María Delgado o el propio Aguirre vieron en su momento un campo fértil para dedicarse a parodiar películas de terror, musicales atractivos, cumbres del humor absurdo, parábolas religiosas o metafísicas, desarrollando con sus niños. crónicas, dramas intimistas… para destacar las películas como interesantes o más interesantes, mayor grado de delirio e insensibilidad eran capaces de alcanzar.