En la fiesta del Bautismo de Jesús, el 13 de enero, revivimos su bautismo a orillas del Jordán por manos de Juan Bautista. Este hecho se convierte en una manifestación solemne de su divinidad. “Y mientras oraba, se abrió el cielo, descendió el Espíritu Santo en forma de paloma, y vino una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo amado; Estoy feliz contigo” (Lc 3, 21-22). Es la voz de Dios Padre que manifiesta que Jesús es su Hijo único, su amado y su predilecto. Jesús es enviado por Dios para liberar y salvar a su pueblo, para llevar la justicia, la luz, la vida y la libertad. Jesús es el Cordero que tomó sobre sí el pecado del mundo, el Mesías enviado para destruir el pecado y la muerte. Por su muerte redentora, libera al hombre del dominio del pecado y lo reconcilia con el Padre; por su resurrección salva al hombre de la muerte eterna y lo hace victorioso sobre el maligno.
En el Jordán se abre una nueva era para toda la humanidad. Este hombre, aparentemente igual a todos los demás, es el mismo Dios, que viene a liberar del pecado y dar el poder de llegar a ser “hijos de Dios, a los que creen en su nombre; que no nacieron de la sangre ni de los deseos humanos, sino que nacieron de Dios» (Jn 1, 12-13). El bautismo de Jesús nos remite, por tanto, al bautismo cristiano, a nuestro propio bautismo. En la pila bautismal renacemos por el agua y el Espíritu Santo a la vida misma de Dios, que nos hace hijos suyos en su Hijo único; su gracia transforma nuestra existencia, liberándola del pecado y de la muerte eterna. El bautismo nos sumerge en su misterio pascual, en el misterio de su muerte y resurrección, que nos lava de todo pecado y nos hace renacer a una vida nueva: la vida misma de Dios. Este es el prodigio que se repite en cada bautismo. Como Jesús, el bautizado podrá volverse a Dios, llamándolo con toda confianza: “Abba, Padre”. Para cada bautizado, adulto o niño, el cielo se abre y Dios dice: es mi hijo, el hijo de mi complacencia. El bautizado pasará así a formar parte de la gran familia de los hijos de Dios, la Iglesia, y podrá vivir plenamente su vocación a la santidad, para poder heredar la vida eterna.
Una cruz de oro con su cadena
Las joyas de oro no son precisamente baratas, lo que las convierte en un regalo especial. Puede ser una cadenita fina y pequeña con una pequeña cruz del tamaño de un bebé, pero con este regalo estarás protegido y acompañado por Cristo en todo momento. Evidentemente es una protección simbólica, pero con ella se estrecharán los lazos de amistad o familiares tanto con el bautizado como con sus padres.
También puede venir en forma de pulsera de pie o de mano.